Una de las banderas que puedo enarbolar con más orgullo es que tras toda una vida luchando nadie ha sido capaz de silenciarme. Quien me conoce sabe perfectamente que a mí no me calla nadie, que no tengo ni dios ni amo, que si quiero decir algo lo digo, y no me importa que mi interlocutor sea el Rey de España, el Papa de Roma o el vecino del quinto. No dejar de decir jamás lo que pienso es para mí una conquista, un logro de mi revolución personal, pues en este mundo que a veces peca de ser demasiado políticamente correcto conozco a pocos que lo hagan. Lo diré sin rodeos: estoy orgulloso de mi labia y presumo de no morderme la lengua. Por todo ello se me hace difícil, extremadamente difícil, haceros la siguiente confesión: en los últimos tiempos me he quedado sin palabras. Sin nada que decir. Mudo. Vacío.
No sé muy bien cuándo empezaron los síntomas, si este mutismo ha ido in crescendo o ha aterrizado de golpe, si es una cuestión de agotamiento físico o mental, si se curará solo o tendré que ir al médico o al psicólogo, si tiene efectos secundarios o es contagioso (no os acerquéis demasiado a mí, por si acaso). Lo único que sé con absoluta certeza es que es la primera vez que me ocurre. Maldita sea. Yo, acostumbrado a otear desde mi atalaya todo aquello que no funciona para denunciarlo, me he quedado sin palabras. Yo, que siempre he sacado pecho por mi locuacidad, no tengo nada que decir. Me siento como un globo que acaba de explotar. Busco las palabras pero no las encuentro. Es más: se me están quitando las ganas de buscarlas. Me siento… mudo. Y vacío por dentro.
No sé muy bien por qué me está pasando todo esto… pero tengo algunas sospechas. Quizás no me ha sentado bien que después de tanto tiempo sin gobierno hayamos vuelto al principio y no pueda quitarme de encima la sensación de haber perdido un año para acabar peor de lo que estábamos. También es probable que me haya afectado que el PSOE, un partido al que no hace tantos años respetaba, haya decidido inmolarse a la vista de todos y sin ninguna vergüenza. Y quizás me ha pasado factura la desilusión provocada porque aquellos que se creen propietarios de la izquierda no han asumido (o, mejor dicho, no han querido asumir) que los tiempos han cambiado y que existen otras izquierdas en España…
Y todas estas conjeturas me conducen a otras. Quizás mi mutismo se deba a que soy incapaz de comprender cómo más de sesenta millones de personas han escogido a un presidente xenófobo, misógino y vomitivo. Quizás el origen de mi trauma tiene nombres concretos: Marine Le Pen, Nigel Farage, Amanecer Dorado. O quizás me he quedado sin palabras porque estoy viendo en directo cómo los ciudadanos estamos descuartizando nuestra wwwcracia de manera sádica, y cómo aquellos valores por los que tanto hemos luchado (libertad, igualdad, pluralismo, solidaridad…) están siendo enterrados por las personas que más deberían defenderlos. Puede ser que mi mudez se deba a que existen ideas en mi cabeza que, por primera vez, prefiero no expresar.
Releo lo escrito hasta ahora y compruebo con satisfacción que las palabras han vuelto a brotar de dentro de mí. Necesitaba expulsar estas sucias ideas, y escribir este artículo bien podría ser un acto de purificación. En realidad, estaba convencido de que mi mutismo iba a ser transitorio y las palabras iban a volver más pronto que tarde. A mí no me calla nadie, y mi vida no tendría sentido si no denunciase todo lo que me desagrada. Pero entended que en estos tiempos tan jodidos que estamos viviendo uno se venga abajo de tanto en tanto. Cumplamos con nuestra expiación, carguemos nuestra mochila, por pesada que sea, y sigamos caminando. No desfallezcamos por duro que sea. El idealismo y la utopía son ahora más necesarios que nunca.
Ángel Juárez Almendros. Presidente de Mare Terra Fundació Mediterrània y de la Red Internacional de Escritores por la Tierra